Desde la niñez puedo comprender de manera indeclinable que los grandes momentos se construyen, en el comienzo, con el deseo puro y la predisposición entusiasta al iniciar el camino. Nos dirigimos conscientemente hacia ellos. Aunque ciertamente existen muchos que consideran a la casualidad como un arma que se dispara en los instantes menos pensados.
Mi viaje al corazón de la Cordillera de los Andes se tejió palmo a palmo, día a día, con cada gota de la emoción por alcanzar la cumbre de los sueños hechos realidad. Incluso cuando le contraté el viaje a Argentina Extrema, una de las empresas de turismo activo más importantes del país, yo seguí fortaleciendo la idea de generarme una burbuja de construcción permanente, un trabajo paulatino que incluía toda una logística de planificación de la aventura que no iba a dejarme descansar tranquila durante todo el año.
Ahora miro por la ventana y observo la extensa llanura al sur de Malargue, en la mítica ruta nacional 40, camino a la pequeña localidad de Las Loicas, génesis anhelado de nuestra cabalgata. La planicie se corta abruptamente con las bardas imponentes de Manqui Malal, allí donde yacen miles de fósiles marinos de la era jurásica. Recuerdo haber leído de este lugar y me emociono con solo imaginarlo, ahora estoy pasando junto a él, mis sueños están a punto de subirse a la montura.
El camino sube junto a las bardas y se incrusta en un nuevo plano que sube y baja; al cabo de unos kilómetros alcanzamos Bardas Blancas donde abandonamos la ruta de las cuatro décadas e ingresamos en otra que bordea el cauce del Río Grande, uno de los que originan el Río Colorado, aquel ilustre torrente que serpentea y atraviesa de punta a punta la llanura pampeana hasta sucumbir en las saladas olas del Mar Argentino y el Océano Atlántico (Siempre me gustó la geografía mágica de Argentina y el análisis de la misma). En Las Loicas, pequeño poblado donde inicia nuestra cabalgata, este camino se divide en dos, cruzando los Andes por los pasos Pehuenche (el más utilizado) y el Vergara.
Los rostros que me rodean imagino envuelven personalidades muy dispares. Los observo cada tanto mientras devuelvo tímidas sonrisas ante algún nuevo comentario “rompe hielo” de los más extrovertidos. Reflexiono en el trabajo excesivo que deben tener los guías con cada nuevo grupo heterogéneo, como ciertamente deben ser todos. Gente comunicativa y alegre, otra taciturna y reservada, aquellos jocosos y bromistas, los aburridos y pesimistas, los colaboradores, los arrogantes, los excéntricos, los cómodos, los demandantes, las histéricas (y los), los “rancho aparte”, los inolvidables, los recién separados, los “forever alone”, los y las….uff; ¿y yo qué soy? Especulo sobre qué cosa más extraña los pudo haber incentivado y empujado a vivir una experiencia semejante; ¿tal vez la misma que me ha movilizado a mí? Un universo de abismos en el epicentro de la Cordillera de los Andes, seis noches en carpa o a la intemperie, seis días sin ducha, frío, viento, ¿tal vez alguna tormenta?, padecimientos físicos de tanto cabalgar, cansancio. Pero alcanzo rápidamente de nuevo el recuerdo de las anécdotas de un amigo guía (que no quiere que lo nombre) cuando logra erizar mi piel cada vez que detalla alguna de sus expediciones, travesías y/o incursiones extremas a la naturaleza indómita, vivencia que ilustra mis laberintos mentales más salvajes y escalofriantes. Maravilloso viaje onírico.
En Las Loicas localizamos a nuestros especiales e imprescindibles compañeros de aquí en adelante, los equinos. Y claro, también a los baqueanos, otros esenciales componentes de estas expediciones, Eugenio y Hector, los primeros nombres del grupo que logro recordar junto con los guías Nicolás y Débora. La tarde se presenta calurosa, sin viento y con un cielo más que diáfano, tan limpio que no alcanzo a recordar uno igual; mágico presagio de un escenario ideal, cristalizador de ilusiones. Puedo sentir mis latidos como protagonistas estelares de una emoción que no cesa. Y recuerdo una de mis frases preferidas (que me la atribuyo como propia -): “en la agonía de la dulce espera la ansiedad siempre aflora desmedida”.
Una hora más tarde, el extenso valle del Río Chico nos ve y nos siente, ya cabalgamos sobre él. Un mundo saturado de sensaciones misteriosas se detiene en mi mente. El silencio es intenso, inquietante, solo alcanza a romperse con las frases acumuladas de Verónica, quien dialoga apresuradamente con su compañera Candelaria, dos de los nuevos nombres que agrego a la lista. Ah! Y Dorita, claro!! Quien ha llamado poderosamente la atención de todos desde el principio con sus risas, comentarios y contagioso buen humor. Dos horas de cabalgadura (así decía Débora) para entrar en calor. Ya son las 20.30 cuando arribamos al Puesto del Mallin, nuestro primer lugar de acampe. La cordillera nos abraza con paisajes asombrosos, me pellizco para ver si no me hallo hundida en alguno de mis sueños fantásticos.
Los desayunos arítmicos serán marca registrada de todas las mañanas. Seis y media los baqueanos encienden el fuego (¿de dónde consiguen la leña en estos parajes tan áridos? Enigma eminente), a las siete se aproximan los primeros madrugadores al banquete de los mates iniciales. Los que gustan de los dulces merodean a las figuras de Hector y Eugenio, y los fieles a los amargos quedarán amontonados en las afueras de la ronda. A las 8 se presentan los que se han despertado por algún ruido. Y después de las 9 recién aparecen los super remolones. Tengo que confesar que fui parte de este último y selecto escuadrón. Liliana y Rodolfo, una de las agradables y maravillosas parejas, me ofrecen un amargo muy rico; parece que el juego de recordar los nombres de la noche anterior ha surgido efecto en mi y ahora logro conectar los encuentros con nombres propios. Diego me ha contado sobre su maravillosa odisea en el Camino de Santiago, uno de los grandes recorridos del mundo que algún día concretaré, si Dios quiere. Con Gustavo y Fernando (dos amigos entre si) no pude contenerme y tuve que acoplarme a la charla futbolera sobre las turbias negociaciones de los jugadores, principalmente con lo competente al último y nefasto tiempo de mi River querido, aunque ahora parecería que estamos recuperando la senda perdida(espero que mi fanatismo se vaya aplacando; ya existen suficientes enfermedades que padecer).
Antes de partir, Débora nos instruye sobre las numerosas razas o pelajes de los caballos. Sainos (marrón con crines negras), rosillos (clarito), alazanes (todo marrón), tordillo (blanco), doradillo, picazzo (bien negro), tobianos y otros. Cada uno de estos seres representa un papel determinante en cada uno de nosotros, no solo porque funcionan gráficamente como nuestro único transporte, sino porque generan, a lo largo de los días, un vínculo emocional-afectivo realmente conmovedor. Pareciera ser que no descansan nunca. Durante el día entregan todo el vigor para trepar y descender cada ladera desbordada de arena volcánica con el exceso de equipaje que representa cada cuerpo nuestro. Por las noches se los oye pastar indefinidamente como si nunca pudiesen dormir. Las mulas son un capítulo aparte. Cargan todo el equipo entre carpas, bolsas de dormir, ollas, calderos, comida para una semana, parrilla, gazebo, mesas con sillas y hasta una camilla rígida que se lleva por precaución. Nuestro equipo personal, compuesto principalmente por ropa, va en las alforjas que cada uno lleva en su caballo.
En la mañana del segundo día, luego de dos horas de planicie con grandes vegas y pastizales, alcanzamos las Termas de Cajón Grande. Como su nombre lo indica en este lugar existen piletones con agua caliente para deleitarse y relajarse un buen rato. Aquí también aparece, rozagante, esbelto y majestuoso, el Cerro Campanario, una mole prominente de más de 4000 msnm de roca volcánica en muy mal estado. Comentan en la zona que su cumbre nunca pudo ser hollada, debido a la peligrosidad que representan sus escarpadas paredes. Almorzamos un delicioso pan de carne preparado previamente por Débora. Las comidas han sido también una grata sorpresa para mi. Uno siempre imagina que en la montaña no se puede comer bien pero en estas travesías organizadas con tanta dedicación, pasión y profesionalismo, la alimentación termina siendo muchas veces mejor que en casa. Asado la primera noche, pan de carne al segundo almuerzo, milanesas con ensalada en la segunda noche, picadas, ravioles, guiso de lentejas y chorizo colorado, arroz con atún y chivo al asador como broche de oro de la noche de despedida en la montaña.
Por la tarde, el próximo destino es el Cajón del Rezago, un bello valle ubicado a unas dos horas de Cajón Grande; cada vez estábamos más cerca del límite con Chile. Me pongo a charlar un instante con las tres parejas amigas, Sandra y Javier, Liliana y Florial y la mencionada Dora y Alejandro. La mayoría de ellos han nacido y se han criado en Gualeguaychu. Me hacen reir mucho con sus historias memorables de grandes viajes por el mundo y travesuras de adolescentes en la mítica ciudad entrerriana. Esta entretenida charla me hace entrar en razón que me ha tocado ser la más joven del grupo. Con mis 23 años me he decidido a cumplir un sueño más, casi sin importar nada. A mi novio no lo pude convencer y al mismo tiempo creo que ha quedado asombrado (¿y desilusionado?) que no me he quedado con él para compartir vacaciones en las playas de Cariló. Algún día creo que lo comprenderá. Mi madre y padre continúan saltando de la cama cada vez que les comento que siento que la montaña es mi reino, el mismo título que posee el libro autobiográfico del legendario y prolífico guía-alpinista francés Gastón Rebbuffat, pero sin llevarlo todo tan al extremo. Cruzar los Andes a caballo! Quien me ha visto y quién me ve. El año que viene lo intentaré hacer a pie y durante este año trabajaré más en el entrenamiento de escalada en roca; no vendría mal tampoco agudizar mi formación y capacitarme en algún nuevo e intenso curso.
Subyugante! Cómo me gusta esa palabra. Resulta la ideal para poder describir el espectáculo visual en la bajada abrupta hacia la Laguna Baya, un oasis descomunal que resplandece en el epílogo del tercer día de la expedición. Algunos rostros emulan a una escena de pánico. El descenso es impactante pero sin peligro alguno. El campamento se sitúa en la playa y un atardecer imponente transforma el momento en una noche de estrellas inspiradora. Y justamente ello me hace rememorar a otro maravilloso e incondicional compañero a la hora de describir esta vivencia: la noche. De más está decir que en la cordillera las estrellas parecieran estar al alcance de la mano. Pero si le sumamos la posibilidad de pernoctar a la intemperie, con el saco de dormir, las mantas y los pellones de los caballos, el combo resulta ser altamente recomendable e inmensamente delicioso.
Despierto. Es hoy. El día invita. Todo sucede muy rápido. Remontamos una gran cuesta empinada. Me despido internamente del bello espejo. El cóndor pasa dejando la estela petrificada. Cruzamos un largo manchón de nieve que resplandece. Saco la cámara e inmortalizo el momento. Imagino el circo glaciario que existió. El equino apresura su andar. La pendiente ya culmina. El Hito fronterizo. Lo veo. Llegamos.
Ricardo y Celestino (todavía no comprendo si éste es su nombre o su apellido…) trabajan en el hotel Alvear en el gran mundo de la cocina y el arte culinario; nos cuentan las exquisiteces que allí se ofrecen y el trabajo que ello significa. Fabiana y Esteban tienen hijos de sus parejas anteriores y se juntaron hace algún tiempo. Los veo disfrutar de cada momento tan unidos como si se tratara del fin del mundo. Una gigantesca sonrisa me brota y pienso en lo nutritivo que ha sido el encontrarme con todas estas maravillosas personas que conforman un grupo tan heterogéneo; cada uno de ellos me ha dejado una nueva enseñanza, cada uno de ellos me ha acercado más a la idea de que la vida es inmensa y bella (¿no me habré vuelto cursi no?).
Cruzamos a Chile y rápidamente descendemos a la laguna Carilauna. Es difícil creerlo pero allí las piedras flotan. Por el agua? No, por la piedra pómez... Nos pasamos hora y media tirando piedras al agua para verlas flotar. A más de 2800 msnm, algunos se animaron a nadar en las heladas aguas. De aquí tuvimos 2 horas y media de cabalgata hasta el nuevo campamento junto a la cascada de Panculegue, otra obra maestra de la naturaleza.
El último día de aventura en la cordillera, nuevamente en Argentina, transitamos por el centro del imponente Cajón del Guanaco. Nuestro acompañante de siempre, el Cerro Campanario, nos vigila en forma permanente. La última cena, con chivito al asador de plato principal, acompaña de manera extraordinaria a una noche inolvidable, entre charlas rememorando lo vivido, mantecol y quemadilla, una bebida típica de los baqueanos que incluye ginebra y azúcar a las brasas, era así o con otro tipo de mezcla? Mmm. Esta noche volví a vivaquear y dormir bajo las estrellas.
Desayunamos muy rico nuevamente. Ensillo a mi caballo, como nunca lo he hecho antes, lo acaricio, le hablo en el oído. Él sabe que me estoy despidiendo. Miro a mi alrededor, a las montañas, al río, a la gente. La brisa me toca la cara y me saca una sonrisa. Vuelvo a pensar en todas las personas a las que quiero mucho, a las que quiero menos y a las que quiero tan solo un poquito. Y llego a la conclusión de que tal vez, si todos pudiesen vivir experiencias como éstas, si todos pudiesen sentir todo lo que yo alcanzo a sentir ahora, si tan solo muchos de ellos pudieran darse la oportunidad de estar un instante más en contacto directo con la naturaleza viva e irrepetible, tal vez, el mundo fuese cada día un poco mejor.
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